La noticia de la reasignación genital de una menor de 16 años en Barcelona ha levantado polvareda durante las últimas semanas. Más allá de cuestiones de fondo moralista sobre si estas intervenciones compiten en la cartera de prestaciones generales de la Sanidad Pública con otros tratamientos no incluidos por la Seguridad Social (y donde opera una noción de “capricho” sobre el hecho transexual), debemos de separar dos cuestiones en este debate.
Primero, la difusa noción de mayoría de edad: mientras una persona es libre de mantener relaciones sexuales con consentimiento a partir de los 13 años, debe esperar, según la Ley de Identidad de Género, a los 18 años para acogerse a un posible cambio registral de la mención de sexo. Esto, en la práctica, se traduce en 20 años, ya que los protocolos de referencia médicos de personas transexuales (los Standards of Care acuñados por el doctor Harry Benjamin hace ya más de 30 años) dictaminan que el proceso de diagnóstico y el hormonal no deben empezar antes de los 18 años, bajo unas condiciones que acrediten un resultado final de trastorno mental (se descarta cualquier enfermedad mental que no sea el ser trans, ya que si no la persona será excluida de la Ley), y por tanto un sistema de tutela psiquiátrica y medicalización de la vida que garantiza los derechos de las personas trans consideradas enfermas. Es decir, un mínimo de dos años en el limbo legal que relega a la persona al ostracismo social, laboral, etc., sólo por transgredir las normas de género.
Asimismo, para someterse a una cirugía que modifique características sexuales basta con tener 16 años y el permiso paterno, mientras que en el caso de las personas trans, hasta la sentencia judicial que dictaminó a favor de la menor, establece que la reasignación genital no puede hacerse ni con consentimiento paterno. Además, se obliga a la persona a superar los prerrequisitos de someterse a una terapia de evaluación de la masculinidad o la feminidad durante dos años, acompañada de una hormonación obligatoria mínima de los mismos dos años (obligando a modificar las características corporales, a pesar de que la Ley reconozca que el sexo sentido es el psicosocial, es decir, el género, y no el denominado “sexo biológico”).
En segundo lugar, las voces críticas dentro del movimiento trans ponen de manifiesto el etnocentrismo cultural occidental en cuya base de organización social reside la diferenciación genitocentrada entre hombres y mujeres: a pesar de que hay culturas con diferentes organizaciones de género que relativizan el protagonismo genital y que incluso ciencias como la sexología consideran el hecho sexual humano como algo mucho más amplio que el mero hecho de poseer unos genitales u otros, la ciencia médica oficializa una dicotomía del sexo que cataloga a los individuos en función de unos genitales externos dimórficos, y niega de paso la existencia de personas intersexo (aquellas que nacen con genitales ambiguos, a las que sí se reasigna en cuanto nacen, aunque no incurran en problemas de salud). Por tanto, hombre será aquel poseedor de pene y mujer la que posea una vagina (hasta principios del siglo XX, mujer era aquella carente de pene, por ejemplo según Sigmund Freud).
Estas posturas contrastan con la aplastante realidad cultural, donde la comunidad trans, y especialmente los menores, son objeto de presiones y violencias sociales enormes para ajustarse a patrones corporales normativos, y donde los referentes trans alternativos y críticos se invisibilizan, brillando por su ausencia de cara a la opinión pública. Por todo ello, y porque muchos de estos chavales sobreviven en un mundo con el que se dan de bruces, exigimos, como hace el movimiento feminista, el derecho al propio cuerpo.
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